En un
anterior artículo de este mismo blog
(http://industriaalimentariaaguilarycano.blogspot.com.es/),
que titulamos Algunas
creencias sin fundamento sobre los alimentos congelados (22/10/2013),
fueron ya tratadas cuatro leyendas urbanas o mitos que, sin fundamento alguno,
existen y están relacionados con los productos alimenticios congelados. Tuvimos
ocasión de analizar entonces, con el fin de aclarar conceptos, cómo no era
verdad que los alimentos congelados alimentan menos que los frescos; cómo no
era cierto tampoco que a los congelados se les añaden conservantes y sustancias
artificiales para una mayor durabilidad; cómo, a pesar de su conservación congelada,
estos productos también tenían fecha de caducidad; y, finalmente, cómo debían
ser descongelados de forma diferente según el producto de que se tratase, ya
que ese proceso no era igual para todos los congelados.
Una amable
lectora de aquel artículo echó en falta un mito más (posiblemente haya algunos
otros) que no se trataba en el ya referido y que no es otro que el que está
relacionado con las características organolépticas (sabor, olor, color,
textura, etc.) de los productos congelados con relación a los productos frescos.
Y no le faltaba razón.
Podemos
hacernos, pues, la siguiente pregunta: ¿Mantienen los congelados los mismos
sabores, olores o colores, entre otras características fisicoquímicas, que los
productos frescos? ¿Saben, huelen o tienen el mismo aspecto unos que otros?
Intentemos dar aquí y ahora una respuesta meridianamente clara a esas
cuestiones. Pero, antes, parecería procedente explicar algunos conceptos
básicos relacionados con el proceso de congelación, como, por ejemplo, ¿qué es, precisamente, la congelación?
Básicamente
podemos definirla como la conversión en hielo del agua contenida en el interior
de los alimentos, una vez que estos son sometidos a un descenso progresivo de
la temperatura. Con ello se logra paralizar, casi por completo, la actividad
bioquímica interna del producto alimenticio, consiguiendo que se conserven en
toda su integridad la calidad, el sabor, la apariencia y todos los valores
nutricionales del alimento fresco hasta que este vaya a ser consumido.
Con el paso
del tiempo, las técnicas de congelación industrial se han ido perfeccionando
hasta unos límites que hace unos años eran impensables y, hoy por hoy, podemos
congelar cualquier tipo de alimentos, desde verduras recién recolectadas
pasando por pescados tras su inmediata captura o carnes de animales después de
su sacrificio, sin olvidar aquellos alimentos precocinados, preparados para un
consumo rápido en el hogar. Con esas técnicas tan avanzadas se ha logrado que
los productos alimenticios lleguen al consumidor final con las máximas
garantías higiénicas, de seguridad alimentaria y de calidad, ya que el proceso
de congelación consigue detener la natural degradación del producto e impedir
la proliferación bacteriana por un crecimiento indeseado de microorganismos
patógenos. Y es que una congelación rápida de un alimento, sea tras su captura
o sacrificio, sea tras su recolección, impide que este comience a degradarse
indeseablemente, garantizando la casi total ausencia de colonias bacterianas en
él. Ello nos permite afirmar, entonces, que la congelación es una más que
efectiva técnica antimicrobiana, principalmente de hongos y levaduras,
bacterias y helmintos o gusanos parásitos (caso del Anisakis en el pescado o la Triquinella
en la carne de cerdo, aunque en este caso se requiere también su cocinado
completo). Es, asimismo, una técnica conservadora que no necesita ni tan
siquiera tener que acudir a sustancias añadidas artificialmente, como ya
tuvimos ocasión de referir en el artículo antes mencionado de este mismo blog.
En resumidas
cuentas: la congelación consigue, por un lado, que los alimentos no se pudran
rápidamente y, por otro, que las cualidades nutricionales y organolépticas se
conserven en toda su integridad. Pero, eso sí, siempre que no se rompa lo que se
conoce como la cadena de frío, es
decir, que no seamos capaces de conservar las bajas temperaturas del congelado
y provoquemos, por ello, un fracaso del proceso de congelación. Porque la
actividad enzimática bacteriana no se detiene del todo durante el congelado
sino que se lentifica de manera notable por lo que no se impide el deterioro
progresivo del alimento. De ahí que se diga que los congelados también caducan,
que no son eternos, algo que también tuvimos ocasión de referir en el artículo
anterior.
Para alcanzar
esa efectiva barrera antimicrobiana necesitamos saber que la temperatura de
congelación idónea, internacionalmente establecida, es la de -18º
C, por debajo de la cual no es posible, como ha quedado ya científicamente
demostrado, que se produzca una proliferación bacteriana resaltable. No
obstante, es conveniente saber que el proceso de congelación tiene que
realizarse de una manera muy rápida (en la industria existen los equipos
necesarios, conocidos como abatidores;
no así en el ámbito doméstico) para alcanzar, casi de una manera inmediata, una
temperatura de refrigeración por debajo de 3º C, gradación en la que el agua de
constitución de los alimentos comienza a solidificarse antes, evitando así una
mayor ruptura de las paredes celulares del alimento, consiguiéndose con ello
una mejor conservación de la textura, de la apariencia y, algo fundamental, los
valores nutricionales.
(continuará)
Muy interesante. Ya estoy deseando leer la parte II
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