viernes, 20 de diciembre de 2013

Un mito más a desmitificar en los alimentos congelados: su sabor es diferente al de los frescos – (I)


En un anterior artículo de este mismo blog
(http://industriaalimentariaaguilarycano.blogspot.com.es/),
que titulamos Algunas creencias sin fundamento sobre los alimentos congelados (22/10/2013), fueron ya tratadas cuatro leyendas urbanas o mitos que, sin fundamento alguno, existen y están relacionados con los productos alimenticios congelados. Tuvimos ocasión de analizar entonces, con el fin de aclarar conceptos, cómo no era verdad que los alimentos congelados alimentan menos que los frescos; cómo no era cierto tampoco que a los congelados se les añaden conservantes y sustancias artificiales para una mayor durabilidad; cómo, a pesar de su conservación congelada, estos productos también tenían fecha de caducidad; y, finalmente, cómo debían ser descongelados de forma diferente según el producto de que se tratase, ya que ese proceso no era igual para todos los congelados.
Una amable lectora de aquel artículo echó en falta un mito más (posiblemente haya algunos otros) que no se trataba en el ya referido y que no es otro que el que está relacionado con las características organolépticas (sabor, olor, color, textura, etc.) de los productos congelados con relación a los productos frescos. Y no le faltaba razón.
Podemos hacernos, pues, la siguiente pregunta: ¿Mantienen los congelados los mismos sabores, olores o colores, entre otras características fisicoquímicas, que los productos frescos? ¿Saben, huelen o tienen el mismo aspecto unos que otros? Intentemos dar aquí y ahora una respuesta meridianamente clara a esas cuestiones. Pero, antes, parecería procedente explicar algunos conceptos básicos relacionados con el proceso de congelación, como, por ejemplo, ¿qué es, precisamente, la congelación?

Básicamente podemos definirla como la conversión en hielo del agua contenida en el interior de los alimentos, una vez que estos son sometidos a un descenso progresivo de la temperatura. Con ello se logra paralizar, casi por completo, la actividad bioquímica interna del producto alimenticio, consiguiendo que se conserven en toda su integridad la calidad, el sabor, la apariencia y todos los valores nutricionales del alimento fresco hasta que este vaya a ser consumido.
Con el paso del tiempo, las técnicas de congelación industrial se han ido perfeccionando hasta unos límites que hace unos años eran impensables y, hoy por hoy, podemos congelar cualquier tipo de alimentos, desde verduras recién recolectadas pasando por pescados tras su inmediata captura o carnes de animales después de su sacrificio, sin olvidar aquellos alimentos precocinados, preparados para un consumo rápido en el hogar. Con esas técnicas tan avanzadas se ha logrado que los productos alimenticios lleguen al consumidor final con las máximas garantías higiénicas, de seguridad alimentaria y de calidad, ya que el proceso de congelación consigue detener la natural degradación del producto e impedir la proliferación bacteriana por un crecimiento indeseado de microorganismos patógenos. Y es que una congelación rápida de un alimento, sea tras su captura o sacrificio, sea tras su recolección, impide que este comience a degradarse indeseablemente, garantizando la casi total ausencia de colonias bacterianas en él. Ello nos permite afirmar, entonces, que la congelación es una más que efectiva técnica antimicrobiana, principalmente de hongos y levaduras, bacterias y helmintos o gusanos parásitos (caso del Anisakis en el pescado o la Triquinella en la carne de cerdo, aunque en este caso se requiere también su cocinado completo). Es, asimismo, una técnica conservadora que no necesita ni tan siquiera tener que acudir a sustancias añadidas artificialmente, como ya tuvimos ocasión de referir en el artículo antes mencionado de este mismo blog.

En resumidas cuentas: la congelación consigue, por un lado, que los alimentos no se pudran rápidamente y, por otro, que las cualidades nutricionales y organolépticas se conserven en toda su integridad. Pero, eso sí, siempre que no se rompa lo que se conoce como la cadena de frío, es decir, que no seamos capaces de conservar las bajas temperaturas del congelado y provoquemos, por ello, un fracaso del proceso de congelación. Porque la actividad enzimática bacteriana no se detiene del todo durante el congelado sino que se lentifica de manera notable por lo que no se impide el deterioro progresivo del alimento. De ahí que se diga que los congelados también caducan, que no son eternos, algo que también tuvimos ocasión de referir en el artículo anterior.
Para alcanzar esa efectiva barrera antimicrobiana necesitamos saber que la temperatura de congelación idónea, internacionalmente establecida, es la de -18º C, por debajo de la cual no es posible, como ha quedado ya científicamente demostrado, que se produzca una proliferación bacteriana resaltable. No obstante, es conveniente saber que el proceso de congelación tiene que realizarse de una manera muy rápida (en la industria existen los equipos necesarios, conocidos como abatidores; no así en el ámbito doméstico) para alcanzar, casi de una manera inmediata, una temperatura de refrigeración por debajo de 3º C, gradación en la que el agua de constitución de los alimentos comienza a solidificarse antes, evitando así una mayor ruptura de las paredes celulares del alimento, consiguiéndose con ello una mejor conservación de la textura, de la apariencia y, algo fundamental, los valores nutricionales.



(continuará)

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